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Repensar la escuela

Anna Paula Herrera Kivinen



Iniciaba marzo cuando mis alumnos de primero de primaria empezaron a faltar a la escuela. A sus familias les preocupaba estar en contacto con el virus. De un grupo de 26 estudiantes, tan sólo 7 estaban atendiendo a la escuela para mediados del mes. La primaria en la que trabajo como maestra está al sur de Finlandia, y los casos comenzaban a aparecer en la región. Fue entonces cuando el gobierno finlandés decretó que todas las escuelas debían pasar a la modalidad a distancia.


Al igual que la mayoría de los docentes, no me sentía preparada para dar un salto a la enseñanza en línea. Mis alumnos, de entre 7 y 8 años, apenas estaban aprendiendo a leer y escribir, y no habíamos usado computadoras en todo el ciclo escolar. No estaba segura de cuántos de ellos tendrían la posibilidad de usar dispositivos electrónicos en casa, pero aunque la tuvieran –porque, a diferencia de lo que ocurre en muchos otros lugares, la escuela le prestaría a quienes los necesitaran–, la mayoría de mis estudiantes probablemente no sabría cómo abrir una página de internet ni cómo entrar a un hangout sin la ayuda de sus papás. Como todos, de un día al otro tuve que hacer lo posible por mantener el contacto diario con mis alumnos a la vez que intentaba seguir el plan de estudios, asegurarme de que aprendieran, mantuvieran una rutina y estuvieran bien a pesar de toda la incertidumbre.


Iniciamos la nueva modalidad manteniendo un horario similar al de la escuela para que no perdieran el ritmo, pero únicamente con tres sesiones virtuales de media hora a la semana. Al poco tiempo, después del hartazgo y la frustración que compartimos alumnos, familias y docentes, fue evidente que cuando se trata de aprender a profundidad y a distancia, menos es más. Por primera vez, sentí que teníamos la oportunidad de, en lugar de intentar forzar el esquema tradicional escolar a la vida de las y los niños, podríamos más bien implementar proyectos con temas transversales, involucrar más el aprendizaje práctico e independiente y respetar más el ritmo y modo de aprendizaje de cada estudiante. Podrían sumergirse a fondo en temas que les interesaran, aprender de su familia, crear proyectos con sus hermanos, pasar más tiempo en la naturaleza, y, en el mejor de los casos, alcanzar por lo menos un poquito de esa utopía educativa en donde el aprendizaje puede ocurrir en todas partes y en donde todos enseñan y aprenden entre sí. Para ciencias del medio, ayudaron en casa a cocinar y crearon huertos caseros. En trabajos manuales, arreglaron objetos que necesitaran una reparación fácil y fabricaron otros. En música, crearon sus propios instrumentos con materiales reciclados. En lengua, escribieron postales y correos electrónicos a abuelos y familiares, y dieron presentaciones de lo aprendido a su familia. Así, poco a poco y con varios obstáculos, la escuela pudo adaptarse a la situación de cada uno. En lugar de tener un sinfín de reuniones virtuales para cada clase, las tres llamadas a la semana funcionaron para acordar los siguientes proyectos, además de ser el espacio en el que podíamos compartir experiencias como lo hacíamos antes. Revisábamos nuevos temas y compartíamos lo que cada quien había aprendido, pero también tuvimos fiestas de disfraces y sesiones de lectura y de bingo. Acabada la llamada, cada quien procedía a seguir su proyecto en cuestión sin necesidad de continuar “pegado” a la pantalla.


En lugar de pretender replicar el modelo tradicional de escuela y trasladarlo a la casa, estamos ante la oportunidad de repensar lo que entendemos por escuela. Los contextos en todo el mundo son abismalmente diferentes y no existe una receta sobre cómo solventar la escolaridad durante una pandemia. El acceso al internet es mínimo en muchos lugares, y tanto los maestros como los estudiantes y sus familias intentan atender el problema como puedan. Sin embargo, me parece preocupante que haya instituciones donde se pretenda forzar el esquema tradicional de escuela a través de reuniones virtuales, con una hora por materia y durante varias horas al día. De ser así, para el fin de la pandemia tendremos una generación de estudiantes sedentarios, desmotivados y aturdidos. Muchos de ellos no solamente estarán conectados a la pantalla en su tiempo libre, sino también durante horas valiosas de escuela que podrían ser usadas en aprender y crear de un modo distinto.


La escuela no es únicamente un lugar en el que se busca aprender sobre diferentes asignaturas, sino que es también un espacio en el que los niños aprenden a relacionarse y se desarrollan social y emocionalmente. Es, en el mejor de los casos, un lugar que inspira a explorar, a imaginar, a crecer en todos los ámbitos posibles. El contacto diario por Zoom u otras plataformas virtuales es útil para mantener el contacto con los estudiantes, para saber cómo están, para presentar los proyectos o tareas del día o de la semana y procurar que puedan ver al resto del grupo. Pero pretender que el día escolar se refleje a través de cinco o siete videollamadas al día que funjan como “clases” limita la escuela a la versión más reducida y tediosa de sí misma y elimina las oportunidades que ahora tenemos para revolucionar la educación.


Hace unos años se popularizó un video con extractos de una conferencia del educador Sir Ken Robinson en el que se preguntaba si las escuelas están matando la creatividad de sus alumnos. Si de por sí en el sistema escolar tradicional -lineal, unilateral y centrado en el docente- ya hay poco espacio para el desarrollo creativo de los alumnos, ¿qué podemos esperar de un sistema en el que además se magnifica la pasividad del estudiante al mantenerlo conectado a una pantalla por varias horas al día?


El sistema escolar tradicional lleva décadas siendo caduco - no fue desarrollado para estos tiempos, y mucho menos para un mundo desigual que atraviesa una pandemia. El contexto de cada escuela, de cada docente y alumno es diferente, y los medios para mantener contacto entre la institución y sus estudiantes son, en muchos lugares, casi nulos. No existe una única solución para solventar esta crisis educativa, pero desde nuestras diferentes trincheras, tal vez exista un espacio para repensar la escuela e intentar transformarla.


 

Fotografía de Pixabay.


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