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La inquietante pasividad con la que acabó con su vida

Gabriel Cachoa


Gracias M por acompañarme en los momentos que viví de este texto,

por darme el valor para escribirlo y la seguridad para publicarlo.


Cuando empezó la pandemia, supe que mi padre se iba a morir. Yo creía que su cuerpo no soportaría contraer el virus y eso lo mataría, pero me equivoqué. La historia de su muerte es la historia de su vida y merece ser contada porque él sólo se atrevió a contármela una vez y a través de ella conocí mi historia.


Lo que siempre supe de él es que le gustaban los excesos; comía y bebía como si cada día fuera a ser el último. Le gustaba hablar con las personas que iban de paso; ellos veían a un hombre simpático, platicador, arreglado y sonriente. Yo no veía eso en mi papá, yo veía sus hombros caídos como si se hubiera rendido y sus ojos ausentes como si estuviera perdido. Conmigo nunca buscaba tener esa pequeña conversación sobre el tiempo, el tráfico o las noticias… de hecho no buscaba ningún tipo de conversación. Para él era muy fácil hablar con quienes no podían ver la inquietante pasividad con la que acababa con su vida.


El día que me di cuenta de qué tan lejos podían llegar sus omisiones fue un domingo por la mañana. Teníamos que ir a desayunar a un restaurante en Reforma por el cumpleaños de la hija de una prima que es hija de una tía del lado de mi madre; eso no importa. Mientras caminábamos, un hombre alto, de pelo corto y voz profunda se acercó a mi padre, lo saludó con gusto y le presentó a su hija y a su perro; eso no importa. Mi madre se acercó a ellos, lo miró con desdén y los apresuró porque íbamos tarde. Le pregunté a mi madre quién era y dijo “es un hijo de tu papá”. Caminamos hacia el restaurante sin decir una palabra y el evento se llevó a cabo con normalidad, exceptuando que mi hermano, mi padre y yo teníamos un gesto helado que se vio opacado por la celebración de la niña de 2 años. Lo que realmente importa es que ese encuentro no fue suficiente para romper el silencio. Ni mi padre, ni mi madre, ni mi hermano, ni yo volvimos a hablar de ese día. Yo sabía que mi padre me debía una explicación y, frente a una tormenta, decidí callar.


Cuatro años después, cuando vi venir como nunca su muerte, decidí preguntar. Lo fui a ver y le dije que quería escuchar la historia de mi familia y de mi abuelo. Su voz se llenó de orgullo, levantó los hombros y, mirándome a los ojos, me contó toneladas de anécdotas. Me pregunté por qué había tenido que acorralarlo para que hablara conmigo.


Narró el cuento de mi bisabuela libanesa que encomendó a mi abuelo a Dios pero, por un malentendido en una fiesta del pueblo, mi abuelo tuvo que huir del país en un bote para salvar su vida y cuando llegó a México, lo recibió el presidente Álvaro Obregón. Contó que mi abuelo conquistó a mi abuela porque, siendo tan alto, podía levantarla del suelo con un solo dedo y que su familia construyó una avioneta de dos motores con la que voló desde Líbano hasta Guadalajara para visitarlo.


Me contó la historia de mi tío que estudió hasta cuarto de primaria, se ganó el título de maestro y soportó burlas por ser un niño amanerado que andaba en bicicleta en un pueblo en el que todos andaban a caballo. Después me contó de mi tía, quien se casó con el sobrino del expresidente Miguel Alemán y se divorció; quizás porque había una relación de violencia o tal vez porque desde entonces manifestaba síntomas de esquizofrenia. En cada historia encontraba una alegoría o un delirio fantástico. Ya había oído hablar de mi abuelo árabe y de la vida de mi padre en el pueblo, pero todo me resultaba inverosímil. Creo que para él era todo tan difuso que ya no distinguía entre lo real y lo imaginario.


Habló de que su familia vivió en el centro de la Ciudad de México, en un edificio grande y lujoso en el que vivía Silvia Pinal. Él estudió en la Escuela Nacional Preparatoria Nº7 y después una ingeniería en la UNAM. Lo que más llamó mi atención y por lo que tuve que detenerlo, fue que él era estudiante en 1968. De adolescente, a mí me fascinaba tanto el movimiento del 68 que organicé una campaña informativa en mi escuela. Los directivos la censuraron y por semanas estuve devastado. Nunca se le ocurrió a mi padre mencionar que él manejaba una combi para repartir panfletos, que participó en la marcha del silencio y que, por casualidad, no fue a Tlatelolco el 2 de octubre. Le pregunté qué opinaban sus padres al respecto y respondió que no se enteraron porque él ya tenía una vida independiente, tenía una casa en la que vivía con su esposa y su hija. Hablaba como si yo ya lo supiera y sólo se me hubieran olvidado algunos detalles.


Me platicó que, por el embarazo de su primera esposa, mi abuelo los obligó a casarse, así que dejó la universidad para entrar a trabajar a una agencia de seguros y tuvo tres hijos. La mayor se llama como mi bisabuela, sus maestros dijeron que era la más lista del salón. Estudió para ser ingeniera y se casó con un hombre de apellido Hidalgo, pariente de Miguel Hidalgo, que se dedica a la venta de armas para el ejército de Estados Unidos. El hijo, que se llama como mi padre, es un hombre honesto, hábil para los negocios y responsable. Estudió Administración, se casó con la actual presidenta de MORENA, se divorció, trabajó unos años en Japón, regresó a México, volvió a casarse y tuvo hijos. La menor se llama como su madre, estudió relaciones internacionales. Me contó que un día vio una foto suya en la sección “Gente!” del periódico Reforma y en otra ocasión se la encontró con sus hijos en el Palacio de Hierro. En los últimos años, mi padre no había hablado con ellos. Dijo que no sentía ningún tipo de culpa ya que les pagó escuelas, bodas y viajes por el mundo. Sin que se lo preguntara, me explicó que pensó que no tenía que contarnos porque había sido hace mucho tiempo.


También habló de que conoció a mi madre cuando era su secretaria. Según él, se divorció para estar con ella y catorce años después tuvieron un hijo. Apresuró sus palabras. Tal vez tenía miedo de revelar que mi madre fue su amante por mucho tiempo y que abandonó a su esposa y a sus hijos por su secretaria de 17 años. Por último, dijo que cuando conoció a mi madre su vida empezó de nuevo, su vida anterior quedó atrás. Le agradecí por las historias.


Como en los buenos cuentos, la historia está en lo que no se dice. Al hablar de su primera esposa se refería a ella como “su mujer”. Me quedó claro que mi madre siempre fue su amante; mi hermano y yo el recordatorio. Esa fue la última vez que hablamos; mi padre murió diez días después.


Dicen que no se muere con dignidad, que se vive con ella. Pasó la pandemia en su casa en Cuernavaca, la vida en cuarentena estuvo repleta de festines a domicilio, cócteles caseros y siestas. Un jueves, después de comer y beber con sus amigos, pasó la noche con dolor desde la cadera hasta el hombro. Es un síntoma común en padecimientos como apendicitis, cálculos renales y cálculos biliares.


El viernes despertó cansado y sin apetito, no era de extrañarse pues llevaba varios días enfermo del estómago. Esa tarde bebió como siempre. Cuando tuvo fiebre, mi hermano y mi madre lo llevaron a una clínica, lo rechazaron. Lo llevaron a otra clínica, lo rechazaron. Lo llevaron a un hospital y le hicieron estudios de rutina. Nadie les dijo a los doctores del dolor de espalda y ellos, al verlo alcoholizado y sin solicitar ningún estudio, le mandaron fármacos de cabecera y reposo. El sábado, mi padre se despertó energético y salió al súper. Al medio día estaba en cama, con fiebre y dolor. Mi madre lo estaba monitoreando, pero insistí en que lo llevaran al hospital. Los estudios indicaron cálculos biliares; necesitaba cirugía.


Programaron la cirugía en una clínica de la Ciudad de México para el domingo a las 10 de la mañana. Planeaban salir de Cuernavaca a las 7. Una parte de mí sabía que no sobreviviría a la operación pero sentía calma de que su vida acabaría en un hospital. Mi padre se despertó sintiendo tanto dolor que llegaron tres horas antes a la ciudad. La clínica estaba cerrada y decidieron ir a su casa. Cuando se estacionaron, mi padre estaba muerto en el asiento trasero de la camioneta. Mi hermano llamó para avisarme, me dijo “ya falleció tu papá”. La paramédica dijo que murió de un infarto por pancreatitis. Tardaron siete horas en recoger el cuerpo.


El velorio fue una experiencia traumática que ocupa un capítulo completo en la novela de terror que es la historia de mi madre. Sin respeto por el velorio ni por el recuerdo, mi madre se aferró al ataúd. No le daría a ninguno de sus hijos la oportunidad de despedirse de su padre. Entre tantos delirios que tuvieron cuando pasaron la noche acostados al lado del cuerpo, mi madre y mi hermano se regodearon por quedarse con su parte del negocio, llenaron el registro de asistencia con nombres de personas que no fueron, hablaron de la suerte que tuvo mi padre por no llegar al quirófano donde se le habría salido el alma, le sirvieron el desayuno a la foto del altar y planearon llevar la urna a Las Vegas.


Mi padre sentía mucho desdén por su vida. En sus últimos días calló sus síntomas y sus dolores y, conscientemente, decidió darse el trato más negligente. Su velorio vacío refleja su vida vacía y su muerte absurda, su vida. Su viuda codiciosa y sus hijos que no derramaron una lágrima fueron la única compañía que tuvo. Su ausencia fue la única compañía que me dio.


Yo sé que mucho de lo que mi papá me contó no es cierto pero, sin darse cuenta, me ayudó a descifrar mi historia. Creo que es lo más que podía darme, después de castigarse todos los días por la culpa y el silencio. No creo que su cerebro, atrofiado por el alcohol y la vergüenza, pudiera recordar mucho más. Antes de morir, mi padre me regaló historias pintorescas y fantásticas, en las que todavía acomodo los detalles, encuentro inconsistencias o me divierto imaginando momentos mágicos. Intuyo que al contarme su historia, aunque en una versión distorsionada, mi padre soltó un peso enorme. En mi corazón siento que con ese peso también soltó su vida.


 

Fotografía de Pixabay.

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