Adriana Fournier Uriegas
Cada vez que alguna de mis amistades veía el documental My Octopus Teacher de Pippa Elrich y James Reed, me escribía para recomendármelo. A pesar de tener plena confianza en la sugerencia de aquellas personas que me conocen bien –incluso a veces mejor de lo que yo misma lo hago– y sabiendo que me podría gustar, durante meses postergué verlo, excusa tras excusa. ¿Por qué? Por una razón tan ilógica y tan humana como esta: le huyo a lo que más quiero.
Sé que suena insensato y sé que no soy la única a la que le ocurre. Me retraigo de aquello que más me maravilla, que más admiro y más anhelo. Me sucede con instrumentos musicales que siempre he querido tocar, con libros que me encantaría leer o con actividades que me cautivan. Me sucede particularmente con los documentales sobre ciencia y sobre naturaleza. Cuando los veo me conmuevo profundamente y me sorprendo con prácticamente cada minuto. Recuerdo especialmente cómo me sobrepasaba el asombro mientras veía la serie de Cosmos de Carl Sagan y me ocurre con cada documental de David Attenborough; cada vez siento un hoyo en el estómago, resultado de un tránsito de emociones que van desde la admiración y la alegría hasta el coraje y el desánimo. Es tal mi impresión por los paisajes, las conductas animales, los procesos naturales y el trabajo científico, que experimento mi sensibilidad en su cúspide y es común que con cada documental de naturaleza derrame algunas lágrimas, a veces mares de ellas. Es precisamente esa sensibilidad lo que intento evitar, a sabiendas de que es absurdo. Me siento completamente vulnerable frente a esas emociones que siempre permanecen vinculadas a la consciencia de que día con día –y con mayor prepotencia– destruimos y explotamos el bellísimo planeta que nos alberga. Así que como ser vulnerable cuesta mucho trabajo, a veces le huyo a mis documentales favoritos.
Eventualmente me dispuse a ver el aclamado documental del pulpo (cabe aclarar que es hembra). Para desgracia de quien lo veía conmigo, lloré de conmoción de principio a fin. Tan solo la fotografía de la película y la fantasía de estar en el ajeno y desconocido fondo del mar me arroparon en olas de emoción desde el inicio e inmediatamente lamenté haberlo postergado tanto.
Para quien aún no lo haya visto, se trata sobre la relación que forma el cineasta y buzo Craig Foster con un pulpo hembra que habita en un bosque de algas en False Bay, Ciudad del Cabo. El señor Foster visita la zona donde vive este extraordinario animal cada día durante un periodo aproximado de un año, lo que se traduce en una experiencia vital de lo más profunda y enriquecedora para él.
La historia es fascinante y es posible encontrar en ella una serie de mensajes relevantes para el desarrollo humano que tanta falta nos hace. Craig Foster siempre se había sentido atraído por la naturaleza pero a partir de la relación que desarrolla con esta pulpo reconoce cómo se empieza a sensibilizar más frente a otros seres vivos. Encuentro admirable cuando las personas reconocemos y compartimos nuestra vulnerabilidad, pienso que es ahí cuando nos acercamos más entre nosotros. Y en un mundo en el que se necesitan figuras masculinas que sean representativas de valores como compromiso, sensibilidad y ternura, es particularmente agradable encontrarse con la experiencia de Craig Foster.
Otro dilema que resalta la película es ¿en dónde trazamos los límites? Somos expertos en poner la línea en donde nos conviene. La incongruencia es una de nuestras principales características. Nos quejamos de lo que no nos complace aunque conlleve un bien común pero alabamos lo que nos beneficia a pesar de que implique injusticia para otros. Sucede todo el tiempo en diferentes ámbitos vitales.
En algunas de sus visitas al bosque de algas, Craig Foster debe tomar la decisión de entrometerse o no hacerlo cuando aquel ser vivo y sintiente, hacia quien ha desarrollado un aprecio especial, está en peligro. Esto nos invita a reflexionar en torno a nuestro papel como los principales modificadores de los ecosistemas. ¿Hasta dónde podemos entrometernos con los ciclos naturales? ¿Cuándo realmente podemos ayudar a otros seres vivos y a los ecosistemas y cuándo los estamos perjudicando al involucrarnos? No hay una única respuesta y las que encontremos serán complejas, pero sí tenemos claro que podemos apuntar a buscar aquellas que se acerquen a lo sano, a lo justo, al equilibrio.
Saberse tan distinto y tan cercano a seres tan maravillosos e inteligentes como los pulpos o los arrecifes tiene que ser motivación suficiente para comenzar a entenderse como parte del planeta, con el mismo derecho a estar que cualquier otro ser vivo y con la misma responsabilidad de preservar un balance ecológico.
Tan ilógico como huirle a lo que más nos atrae, es no atender lo que más urgencia requiere. Los hechos, los datos y los ejemplos están ahí frente a nuestros ojos. Recibimos noticias sobre la crisis ecológica todos los días, en todas partes del mundo, pero no nos permitimos realmente ver la gravedad de esta realidad.
Explica Naomi Klein en su libro This changes everything cómo es que entramos en una especie de negación sobre la crisis climática. Algunos creyendo que todo estará bien porque habrá milagros tecnológicos, otros que “mejorar la economía” va a solventar todos los problemas o que nuestras ocupaciones son más importantes que atender esta crisis. Quizás hay quienes sí ven la crisis pero se dicen que la solución está en cambiar nuestro estilo de vida (en el consumo local, dejar de manejar, dejar de viajar, meditar, etcétera) y aunque eso es parte de la solución, se mantiene un ojo cerrado. Y están quienes realmente se atreven a mirar de frente el problema pero viven una “amnesia ecológica intermitente” porque mantenerse pensando en una crisis es difícil. Así que mejor volteamos la mirada por miedo a la realidad de que esta crisis lo cambiará todo. Y ese miedo tiene todo el sentido.
My Octopus Teacher nos brinda la posibilidad de elegir ver. Podemos quedarnos con el entretenimiento de la maravillosa e interesante historia de Craig Foster o podemos, además, decidir entender la urgencia de atender la crisis socioambiental en la que nos encontramos. Podemos regresar nuestra mirada hacia las protestas y las palabras de los ambientalistas. Podemos elegir cuestionar de fondo la materialización de la naturaleza y la fragmentación del conocimiento. Podemos elegir el cuidado y el respeto, la observación, la escucha y la empatía. Podemos elegir seguir trabajando en encontrarnos más allá de nosotros y saber ser uno con lo otro.
Muchas veces me cuestiono si reconocer y priorizar la sensibilidad por encima del deseo, de las aspiraciones confundidas, del miedo a la pérdida y al cambio nos puede ayudar a atender esa acelerada y constante destrucción de la naturaleza. Si nos ayudará a dejar de desasociarnos de ella y si podemos incluir esa vulnerabilidad para confrontar colectivamente las raíces sistémicas de esta crisis.
Pensar en dificultades, catástrofes, desigualdad y violencia abruma, da miedo, implica esfuerzo y mucho trabajo. Pero negarse a aceptar nuestra vulnerabilidad, ya sea en una película que nos conmueve o en el enorme riesgo que representa el comportamiento humano para el planeta, no hará que desaparezca el problema; si acaso lo hará más grande. Quizá atreverse a mirar, a exponerse y correr los riesgos valga la pena. Quizá la vulnerabilidad en lugar de obstaculizarnos y hacernos huir, se puede utilizar a favor de la lucha por el bienestar y la justicia.
Fotografía: Chris Reyem en Unsplash
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