Alejandro Rodríguez George
Quizá una de las rutas en la vida sea la de coleccionar. Desde los primeros contactos infantiles con el mundo material, el juego de recolectar piedras, flores, insectos, dulces, juguetes y baratijas, nos hace descubrir las maravillas secretas de la naturaleza que se convierten en tesoros de la memoria. Qué es la memoria sino una gigantesca colección de experiencias, datos, viajes, saberes y traumas que se abren paso día a día entre los anaqueles de la mente para reconfigurar quiénes somos y qué recuerdos nos constituyen.
Sin necesidad de llamarse a uno mismo coleccionista, cada quien va resguardando los objetos que han dejado una marca indeleble de su andar en este caótico pero increíble mundo. Coleccionar es un acto de la supervivencia, un instinto humano que regula nuestros anhelos ante el futuro y la conexión hacía el pasado; también es un método de comunicación con el entorno sin destruirlo pues toda colección es un intento por salvaguardar una mínima parte de la cultura material y la naturaleza. Al coleccionar, el ojo atiende a las peculiaridades y grandezas que nos rodean, a las redes y conexiones que hicieron posible que ese objeto llegara hasta nosotros, pues en algún sentido, el mundo en sí mismo es una colección infinita de personas, cosas y lugares, que quizá jamás conoceremos, pero que de alguna manera nos interpelan y nos impulsan a seguir viviendo.
Tal como diría Walter Benjamin, un implacable coleccionista de citas que jamás pudo terminar su gran obra: “para el coleccionista el mundo está presente, y ciertamente ordenado, en cada uno de sus objetos.”¹ En esa medida, el arte del coleccionista es también un arte subversivo que saca las cosas fuera de la dinámica capitalista del mercado, las aprecia por su mera historia y por la certidumbre de que en cada objeto construido hay un reflejo de vida humana en él.
Esa vida humana contenida en los objetos, ese trabajo material irrepetible, hace que tristemente las obras de arte se eleven por encima de los demás objetos como si éstas fueran las únicas que tienen trabajo humano visible, único y auténtico. Coleccionar arte no es malo en sí mismo, cualquiera podría imprimir imágenes de sus obras favoritas e iniciar una colección con ello, el problema está en la despiadada lógica del mercado, que por una parte, borra toda huella del trabajo y esfuerzo humano de las cosas que necesitamos, y por otro lado, aprovecha cualquier impulso humano para privatizarlo y convertirlo en signo de estatus, en el caso del coleccionismo de arte, mediante precios exorbitantes y cínicos que hacen parecer que el coleccionismo es cuestión de unos pocos privilegiados.
Entonces, ¿deberíamos destruir las grandes colecciones privadas de arte? ¿No son los museos vastas instituciones que han construido sus colecciones mediante el colonialismo, el pillaje y la dominación cultural? Por otro lado, ¿qué hay de internet y su inmensa colección de datos, imágenes, textos, videos etc. etc.?, ¿estar horas navegando en esta inmensa colección, nos hace más humanos y sensibles a nuestra historia?
Tal vez las colecciones privadas de arte sean un reflejo de la monstruosa división de clases, tal vez los museos y sus colecciones son parte esencial de la construcción del Estado-nación moderno y tal vez internet es la trampa tecnológica que roba nuestros datos y a la vez nos permite acceder a información que de otra manera sería imposible ver. La paradoja de todas estas formas de coleccionar es que en ellas se encuentra un deseo por entender el mundo mediante sus objetos, o como diría Deyan Sudjic, mediante “la gente que lo forjó.”
Así, coleccionar no equivale a una posición social dada ni tampoco es único de los museos ni mucho menos de las bases de datos de google. Al contrario, coleccionar es una forma de darle orden y sentido a nuestra propia historia, a los traumas y momentos felices que se ven reflejados en ciertos vestigios que nos transportan a una experiencia determinada, tal como Orhan Pamuk lo piensa en su novela, El museo de la inocencia: “Pienso que uno se encariña con los objetos en momentos traumáticos, y el amor es un trauma. Puede que la gente acumule cosas cuando tiene problemas. A la gente le atraen los objetos. La acumulación alcanza el nivel de colección cuando hay una historia que los une.”
El trauma de la pandemia de Covid-19 es ahora una historia compartida que nos une. Representa un momento para revalorar nuestras experiencias cotidianas en el mundo y transformar la sensibilidad en un impulso político compartido que modifique las relaciones de dominación de persona a persona y de las cosas sobre las personas. Aquí entraría en juego el valor simbólico de las cosas que usamos y el por qué las usamos, por ejemplo, el cubrebocas se ha convertido en el nuevo símbolo de nuestra realidad y como tal, habrá quienes hagan un nuevo memorial de este tiempo a partir de él. No en balde, este pequeño objeto que salva vidas quedará como una huella ineludible dentro de los recuerdos acumulados de estos casi dos años de encierro. Ojalá algún día el cubrebocas forme parte de una colección histórica y no ya de nuestro día a día.
Con todo esto, nuestro presente caótico parece un buen momento para darnos cuenta de que la historia humana y su infinidad de lazos y experiencias individuales son la colección más grande y hermosa que tenemos. Reapropiarnos y salvaguardar momentos y experiencias de fraternidad y solidaridad social ante el caos y la vorágine capitalista puede ser el punto de partida de una nueva colección, una colección donde cada ser humano se convierta en una obra de arte, única, invaluable e irrepetible. Solo así comprenderemos que el coleccionismo es también el arte de la supervivencia y la puesta en acción de la memoria para construir, entrelazados, un nuevo mundo, mucho más humano y sensible al entorno y todos sus microcosmos. Esta sería la mejor colección de todas.
¹ Walter Benjamin, El libro de los pasajes. Madrid: Akal, 2016, p.
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