Sari Meléndez
Mi abuelo fue un hombre que se preciaba de no creer en nada. La casa que lo vio nacer, como a su padre y la madre de su padre es, sin embargo, el lugar más mágico que he conocido. Durante las vacaciones escolares solíamos viajar por seis horas para visitar la casa en el pueblo. Eran viajes en los que casi todos sus hijos e hijas, entre ellas mi madre, se reunían con sus respectivas familias durante días o semanas. Todas las nietas y nietos de mi abuelo sabemos de qué casa hablamos cuando se habla de “la casa”, porque era tan nuestra como ninguna otra.
Con sus propias manos, mi abuelo sembró cada uno de los árboles frutales que existen en los patios de la casa. Plantó cada planta y cada flor. Pintó las paredes, resanó las grietas. Fue plomero, electricista, carpintero y todo oficio necesario para salvar del abandono a la casa. Décadas atrás había migrado junto con mi abuela hacia la Ciudad de México en medio del milagro mexicano. La casa vacía y sola se llenaba de ciclos de vida que aparecían como vestigios lejanos cuando cada verano los nietos y nietas la habitábamos. Cuando mi abuelo se jubiló, su proyecto fue dar vida a esa casa, aunque rebozaba de ella.
A mí, en realidad, me gustaba encontrar esos vestigios de la vida que surgía en ese espacio mientras no había nadie. Restos de frutas podridas en las jardineras, el esqueleto de una tortuga, los capullos vacíos de las orugas. Todo indicaba que ciclos infinitos de vida nacían y morían en nuestra ausencia. Donde el resto veía basura, yo veía restos de magia. También encontraba huellas de historias humanas, de otros momentos, que me eran extrañas y a la vez me hablaban solo a mí. Como las fotos antiguas, los trastos de extraños diseños, un par de aretes ochenteros, y un trocito de vidrio que decía “Fanta” enterrado en el patio.
Es posible que, para la mayoría de las personas, no exista momento más entregado a la experiencia mística que la infancia. No puedo recordar algún momento más mágico que ese, completamente entregado a la contemplación y al vínculo con algo superior a la propia consciencia. Mi infancia no fue un cuento de hadas ni fue serena. Muy tempranamente aprendí a que solo siguiendo las reglas de la racionalidad podría sobrevivir. No me refiero al sentido común, sino a hablar el lenguaje de los hombres, buscar lo “lógico”, “pensar” y no “sentir”, leer y escribir en masculino. Con el tiempo dejé de ver magia.
Tampoco puedo recordar otro espacio donde haya sentido más magia que en la casa. Durante el día, recorría sus habitaciones deleitada por la inmersión casi arqueológica que significaba husmear entre libreros polvosos y cajas apiladas. Ni los alacranes, ni mi alergia al polvo me detenían. Me encantaba imaginarme habitando en ella en otros tiempos, cuando ella aún era de adobe, o incluso cuando era de palma. Mientras más lejos llegaba en mi línea temporal guiada por los objetos olvidados que encontraba, más plena me sentía. También recorría los patios, tocaba las piedras, los árboles. Tocaba con miedo los hongos que intentaban pasar inadvertidos.
Por la noche, cuando el silencio cae sobre los pueblos de la sierra, a pesar de mi miedo a la oscuridad, parada en medio del patio, miraba al cielo. Si todo lo que estaba a mi alrededor era hermoso y mágico, lo que estaba sobre mi cabeza era simplemente la demostración de lo divino. Era como si el mundo se detuviera para que ranas, grillos y otros bichos recitaran poesía al cielo.
Regresar a la ciudad, donde no había estrellas, era decepcionante. Quizás esa es la razón por la que la mayoría de mis juegos infantiles eran sobre ser bruja. Incluso llegué a formar un pequeño aquelarre (aunque no lo llamamos así) con algunas amigas de la primaria. Compartíamos recetas de pócimas cuyos efectos desconocíamos, inventamos nuestro alfabeto, pero nada se acercaba a la experiencia de ser una con el todo cuando en la casa del pueblo miraba al cielo y una libélula volaba cerca de mí.
De noche todo te mira. Los libreros polvosos entrañaban viejas energías que hacían crujir sus tablones. Los pisos replicaban los pasos con mayor intensidad. Los lugares mágicos de pronto eran tenebrosos. Los árboles parecían caer sobre las personas. Entre los árboles, ojos pequeñitos me miraban. Una noche bajé la pequeña rampa que desde la calle conduce a la casa. Posado sobre la barda que delimitaba el patio, estaba solemne un felino negro con ojos de persona. Definitivamente no era un gato, pero tampoco podría asegurar lo contrario. Lo miré no sin miedo; me miró como sin importarle. Corrí. Corrí hasta los brazos de mi abuelo y aunque se regocijaba por no creer en nada, me dijo “es un nahual, o quizás algún abuelo (o abuela)”.
Entonces lo sentí. Todos los vestigios del pasado, todas las historias de personas que nunca conocí, toda la vida naciendo y muriendo en ese lugar. Toda la melancolía en un instante.
Cuando era niña tenía dos cosas por seguras: que en el mundo las niñas necesitábamos más libertad y más tiempo y que lo más vital en la vida era sentir esa fuerza inmensa sobre nuestras cabezas, esa conexión con el todo.
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