Mariana Sierra
Cuando salgo de bañarme, Julián está viendo las noticias en la sala. Me siento junto a él y subo los pies para acurrucarme a su lado, aunque desde que salí del baño hacia el pasillo, me di cuenta del calor que se había encerrado entre las paredes, un calor tan sofocante que de inmediato provocó que mis muslos se llenaran de sudor y se adhirieran a la tela de mi pijama. Las paredes retumban por la música que están escuchando en el departamento contiguo los dos universitarios mugrientos que siempre están dejando bolsas de basura en la azotea y colillas de cigarro en el elevador.
—Hasta aquí apesta a cenicero—le digo a Julián mientras recargo la cabeza en su hombro—. Ya me tienen cansada.
Julián pone la mano sobre mi rodilla y se levanta para ir a la cocina sin ofrecerme nada. Alcanzo a notar que mi cabello empapado dejó una mancha oscura sobre la manga de su playera.
En la pantalla de la televisión, se levanta una columna gigantesca de cenizas. Un volcán ha hecho erupción en un poblado cuyo nombre no alcanzo a escuchar. Por el acento del hombre de ojos pequeños y manos toscas al que están entrevistando en las noticias, supongo que sucedió al sur del país, seguramente en la frontera. Dice que algunas familias decidieron quedarse en las casas, a pesar de los gritos y las alertas de protección civil, a pesar de los ríos de lava que habían empezado a bajar por la montaña. Dice que se negaron a dejar sus cosas; cerraron las puertas y se sentaron a cenar, como si fuera cualquier otro domingo. Después de decirlo, el hombre se lleva esas manos gruesas a la cara, y se echa a llorar.
Julián regresa con un vaso de agua que no vuelve a tocar en toda la noche.
—Pero acuérdate de poner un portavasos o algo, si no se raya la madera.
Me mira. Otra vez su mano hirviendo sobre la mía. Otra vez la quita cuando el celular empieza a vibrar.
—Sí, Pau. La próxima no se me olvida. ¿Qué cuenta Rebecca? ¿Sigue con el… ingeniero?
Durante la tarde, vino mi hermana de visita. Su hija estuvo la mayor parte del tiempo pegando con los dedos en el vidrio de la pecera que está junto a la ventana. Plop plop plop. Calibán y Ariel se retorcieron y luego se quedaron nadando en la parte más lejana al vidrio, detrás de los cofres de plástico. Sonreí todo el tiempo, como si no pasara nada. Plop plop plop. Rebecca no dejó de examinar las esquinas de la sala y de apretar los labios. Me dio gusto que se fueran.
—Sí, ya sabes, lo de siempre. Dice que me ve más delgada, que si estoy triste—echo aire por la nariz para fingir una risa orgullosa. —Hubieras estado. Amanda está bien grande, cada vez más fastidiosa.
—Pues sí, es que quise aprovechar para ir a buscar la cortina de la regadera—contesta sin mirarme. Plop plop plop. La luz blanca del teléfono ilumina sus pómulos ligeramente.
—¿Y la encontraste?
—No, todavía no.
Parece que nada va a detener los escupitajos que expulsa esa fisura en la corteza de la Tierra. La lava sigue bajando, con una furia lenta y anaranjada hacia las casas. No sé cómo le hicieron para grabar las escenas desde arriba, desde la perspectiva de los pájaros. Tengo hambre, pero no me apetece cocinar algo. Julián ha empezado a hablarme sobre cómo el encargado de meter facturas en la oficina lleva dos semanas sin aparecerse y sobre cómo ahora, para aprobar pagos, se necesitan tres sellos y un oficio. Yo quiero decirle que tenemos que ir a comprarles comida a los peces. Me siento culpable de haberlos dejado tanto tiempo a merced del aburrimiento de Amandita. Debí haberle torcido la mano a esa niña hasta hacerla llorar, hasta que los dejara en paz de una vez por todas. Los peces. Yo también camino en círculos por la casa y encuentro mi reflejo desesperado en todos lados. El calor no me deja respirar.
—No puedo dejar de pensar en esas familias —, le digo—. Tener que salir así en la noche, sin saber qué va a pasar… trato de imaginarlo y no puedo.
Julián murmura que está cabrón y luego mira la punta de sus zapatos. Sé que está pensando que es culpa de esa gente por no irse antes de ahí.
En los cortes comerciales, apago la lámpara de pie junto al sillón. Por debajo de la puerta, siguen filtrándose el olor a cigarro y el ruido.
—La próxima semana, deberíamos organizar una fiestota, sólo para molestar a los vecinos—, le digo a Julián, en un intento por ser divertida. —Invito a los otros profesores, y tú a los de tu oficina. Dile al contador, a ver si se aparece.
—Paulina… —responde, y cuando lo hace, arquea un poco la ceja —la próxima semana ya no voy a estar aquí.
Puedo ver los poros sucios de su nariz, las gotas de sudor que se acumulan en el pliegue de su cuello. La vibración del celular me detiene.
—¿Otra vez del trabajo?—le pregunto con una media sonrisa, pretendiendo que no me doy cuenta de que son las once y media de la noche. Él asiente antes de golpear sus muslos con las palmas y levantarse para ir a contestar el teléfono.
—Bueno, mañana hablamos —digo.
No decimos nada más. Me da un beso en la frente y se va. Está bien. Prefiero el reflejo de luz incandescente que se derrama sobre la mesa de centro. Por eso lo dejo apresurarse hacia la recámara que ya está repleta de cajas, mientras yo me quedo sentada en la oscuridad, con el cabello todavía húmedo, mirando los flujos de lava viscosa y las caras que aparecen en la pantalla. Tengo un dolor agudo en el esófago, como si hubiera estado corriendo entre las cenizas, como si hubiera tragado un trozo de piedra caliente por querer jalar un poco de aire a mis pulmones. Jamás creí que el fuego pudiera verse tan líquido, o que pudiera salpicar las estrías labradas en la roca.
Paso la yema de los dedos sobre mis nudillos y el tacto me recuerda a las escamas. Camino a la ventana para tomar la pecera. Calibán y Ariel parecen adivinar mis intenciones: mientras recorro el pasillo, ellos dan una vuelta por los cofres, alcanzan a despedirse justo a tiempo. Los vierto al escusado y jalo la palanca. Luego vuelvo a sentarme frente al televisor. Quiero ver si hay alguna mujer sola entre todas esas familias, o si alguien ha aprovechado el desconcierto para darse la vuelta lentamente y caminar lejos de la muchedumbre. Pero eso tampoco es cierto.
Fotografía de Sadiq Nafee en Unsplash
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