Ana Martínez de Buen
La abuela lee el periódico mientras escuchamos a una soprano interpretar una pieza de Ravel que no conocemos. Es muy dulce. Creo que sólo conozco a los gorriones en voz de mujer. Tal vez me vendría bien prestar más atención a los pájaros que no se cansan de ser metáforas –porque no se enteran y les tiene sin cuidado–. La llevaron a sacarle sangre, pero no le avisaron. A la abuela, vaya. Pensaba que la estaban paseando, tomando la ruta panorámica de regreso del desayuno familiar. Desgraciados. Era domingo en la tarde y ella quería ir a misa, pero la llevaron a la clínica con un enfermero que no le conoce las venas –Julio, el de siempre, descansaba ese turno– y la picotearon un par de veces. Qué chistositos, me llevaron a la sacadera y no me avisaron. Le dije que sólo necesitaba darme una señal y le escondería chiles en la comida a los graciositos. Qué descaro, deveras. Tampoco le avisaron a mi tía, que está muy al pendiente de sus cuidados. Así es aquí: ellos deciden y ni por accidente se les ocurre que a nosotras nos puede incumbir lo que sucede, o que las consecuencias nos son evidentes. Pinche patriarcado, susurré ayer, encabronada por el segundo comentario misógino del tío. Nos sentamos a comer para que la abuela recuperara fuerzas y más bien hiló enojos. Se acordó de una medicina que hace poco le recetó el neurólogo, disque para mejorar el flujo sanguíneo del cerebro. La cosa es que el probabilísimo efecto secundario de la pastilla son alucinaciones. Y pasó. Mi abuela, a sus 94 años, no entiende cómo un médico receta algo así, si sabe el efecto que puede causar. Me dan ganas de decirle a mi abuela que el cabrón del doctor no la vio, que ni siquiera vio su caso, ni los síntomas, sólo se le ocurrió que su saber aguantaba vara en la receta prescrita. Decirle que siento mucho que no hayan cuidado de ella, que no la hayan visto y sentido, que el doctor tomara ese efecto secundario como una nimiedad, cuando para ella significó el peregrinar de todos sus fantasmas.
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Ayer me habló sobre sus viajes al Vaticano. El más claro en su memoria es el de 1952, cuando viajó con mi abuelo de recién casados para tener audiencia con Pío XII. Creo que a mi papá le pusieron Eugenio en su honor. Se me ocurre que, por más añeja que sea la Iglesia como institución, rendir homenaje a su líder espiritual puede ser muy vigorizante para una pareja joven que también se une en la fe. Todo salió porque traía la imagen de otro Pío –el original, yo supongo– en la pulsera de la mano derecha. Al santo le salían los estigmas de Cristo y eso fue considerado milagroso. A mí una vez me salieron muchos moretones en los muslos y las caderas. Parecían cráteres lunares vistos en una fotografía borrosa. Supuse que, si fuera religiosa, esas marcas serían los estigmas de mi santa. Me contó que en esa visita al tal Pío ella llevaba una medallita de la virgen María. Yo me imagino que sería de oro. El Papa le preguntó si era hija de María y ella respondió que sí. Entonces sentí un hilo de linaje que había permanecido oculto: mi abuela es hija de todas las que fueron hijas –incluso aquella que llaman madre, María, que para el caso era hija de Ana, mi tocaya–. Sentí que en su respuesta al Papa, en esa afirmación femenina, había cierta resistencia pagana; una trinchera que se viste de Iglesia pero que se hila escondida a plena vista, entre las manos de ellas, al recorrer un rosario, bordando plegarias. Pensé en todas las veces que esas hijas rezaron por sus padres, sus hermanos y maridos. Mi abuela, al terminar la anécdota y después de un largo silencio, me dijo: fuimos muy felices. Entendí que sigue rezando por mi abuelo. Sólo ha soñado con él un par de veces desde que murió, y no me queda claro si le habla en silencio. Siento que no, que su forma de saberle es rezando. Pero ya no reza con otras, porque es la única que queda de sus amigas, de esas mujeres que no veían sacrificio en continuar la tradición. Rezar no es lo mismo para mis tías o mis primas. Mi bisabuela rezaba con su ama de llaves, y para descansar tejían fundas finas para cojines en crochet. O quizás era al revés, el descanso venía con el rezo, porque así se le quitaba la angustia a Mamachula. También ella se llamaba Francisca, como mi abuela y su hija, pero a mi tía le decimos Tere. Ninguna nieta lleva el nombre. A mi abuela le suceden tres generaciones de mujeres. El linaje de María continúa.
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A Francisca, mi abuela, las nietas le decimos Mami. Ella es madre de mi padre, por lo que la línea de partos no es directa. Yo podría quedar fuera de dicho linaje, si no fuera porque la Virgen se las arregló para crear sin necesidad de la intervención masculina. Sin que esto signifique negar la participación de mi padre, –el bello agnóstico con nombre de Papa–, pienso que ese detalle permite un intersticio; de mi abuela heredé el gusto por los jardines y la lectura, y la costumbre de mirarnos las manos para pensar en privado.
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Pienso en los locos que se entienden entre ellos cuando entablan una conversación desde banquetas opuestas; los locos fuera de las instituciones, los que van juntos a un concierto; los que pasan horas practicando frente a un piano, o escuchando el desliz de un lápiz al dibujar, o la voz de otra loca que canta en otro idioma –aunque es el mismo– y que ensaya con la ventana abierta hacia la calle Progreso, y repite la misma frase una y otra vez, hasta que la nota deja de ser correcta para ser quebranto y destroza una copa que entiende la apoteosis mejor que cualquier señor de vestido y escapulario; hombres que ni siquiera en la repetición del Texto alcanzan a quebrar su propio cristal –que nunca fue límite, aunque jugaba a ser borde–.
En la nota quebranto de la mujer, la transparencia ciega de la copa de cristal se olvidó de ser límite como muestra de amor y prefirió la compasión que se destroza.
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No sé rezar como ella, pero aprendí a escuchar cuando ella reza para sus adentros. Y escucho, claramente, que yo también soy hija de María.
Fotografía de la autora.
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