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De pérdidas y reencuentros

Valeria Cruz Villalba



El 2020 fue, por decirlo de menos, un año particular. Sobre todo, fue un año que estuvo marcado por la pérdida, en donde la muerte se hizo mucho más evidente para todos en cada rincón del planeta: el mundo ha visto partir a casi 2 millones de personas a causa de la pandemia, sumadas a todas las otras muertes que no dejaron de acontecer por otras causas tremendamente injustas, como el hambre, las guerras, el desplazamiento forzado, entre otras. La pérdida de la vida es, sin duda, la cúspide más representativa de lo que vivimos en el 2020, donde cada uno de estos fallecimientos representa una pérdida irreparable para nuestras comunidades.


Pero este año estuvo marcado por muchas otras pérdidas, más o menos sutiles, para cada uno de nosotros. En el 2020 perdimos la interacción humana y social a la que vivíamos acostumbrados y, con ello, en muchos casos, la aparente estabilidad que nos ofrecían las rutinas que llevábamos. Este año nos obligó a dejar de frecuentar y encontrarnos en el espacio público. Sin embargo, esa pérdida también nos llevó a reencuentros inesperados: nos reencontramos en el espacio doméstico, en su quieta cotidianidad. Nos reencontramos con la importancia de las labores de cuidado. Nos reencontramos con nuestra comunidad más cercana y fortalecimos sus lazos. Y estos reencuentros, al igual que las pérdidas que tuvimos, nos pueden dejar valiosas lecciones para el presente y el futuro.


Durante el segundo año de pandemia y, más aún, después de superarla, habrá que vivir de manera distinta a cómo nos lo habíamos planteado anteriormente. Tendremos que resignificar el espacio doméstico y nuestras relaciones más cercanas, fortaleciendo ambos espacios. Así mismo, tendremos que valorar mucho más las labores de cuidado que históricamente han descansado en los hombros de las mujeres. Tendremos que aprender a resolver nuestras necesidades localmente, sin, por eso, perder la empatía con personas que viven experiencias culturales completamente distintas a las nuestras. Si algo nos enseñó esta pandemia es a reconocernos en las vivencias del “otro,” de aquel que pareciera ser completamente diferente que nosotros, pero que, al final de cuentas, puede estar experimentando lo mismo a la distancia. Pero, sobre todo, si algo tenemos que rescatar de las vivencias de este último año es la comprensión de que, no importa que tanto nos cuidemos a nivel personal o familiar: mientras que no todos, conocidos y extraños, tengamos la misma capacidad para cuidarnos, aquellos que sí han tenido la fortuna de “quedarse en casa” tampoco estarán protegidos. Es decir, el cuidado y la protección debe ser siempre recíproco y jamás puede caer en los hombros de uno solo. Para superar las crisis no podemos seguir fragmentando la realidad ni actuar desde nuestra individualidad; tenemos que pensar e implementar las soluciones colectivamente, y asegurarnos que todos tengan el mismo acceso a ellas.


Con suerte, reduciremos el ritmo acelerado y la inercia que estábamos obligados a seguir día con día. Hay que dejar de forzar los tiempos del planeta en el que vivimos y adaptarnos a vidas más sencillas, pero más significativas. Para ello, habremos de entender la importancia de la presencia: el 2020 nos obligó a estar más presentes en los espacios que teníamos abandonados por estar persiguiendo con mucha prisa otros que no necesariamente son fundamentales para nuestra existencia. Al hacernos presentes en los espacios a los que pertenecemos, en las comunidades que nos fortalecen, la vida se aligera. En mi caso, cuando ya casi daba por hecho que este año mi familia había vencido la que parecía ser la amenaza a nuestras vidas más aparente en el momento, en noviembre experimenté la que es probablemente la pérdida más importante y significativa que he vivido en 25 años. Si bien la culpable no fue la pandemia, tengo la certeza de que las circunstancias que ésta impuso en nuestras vidas desde principios del año (la quietud del confinamiento y el acercamiento a las comunidades que tenemos en el espacio doméstico) permitieron que la viviera a través de la tranquilidad y no de la tragedia. Con ello descubrí que todo eso que nos sirve de contención en los malos momentos ha quedado desplazado por una vida acelerada y desvinculada de lo que sostiene la vida.


Hoy seguimos combatiendo una crisis sanitaria de escala global, que es prioridad, pero existen otros temas prioritarios que no pueden dejar de ponerse sobre la mesa. Ahora más que nunca hay que reconocer la importancia y la urgente necesidad que tenemos de implementar la integralidad y el holismo en todas las áreas de la vida pública y privada y actuar en consecuencia. Espero con ansias que este nuevo año lo llenemos de resignación, reestructuración, esperanza, determinación y compromiso. Resignémonos a que la vieja “normalidad” se fue de una vez por todas y que habremos de reestructurar una nueva vida pública centrada en todo aquello que en esta pandemia se evidenció como esencial: equilibrio ecológico, sistemas de salud democráticos, seguridad social para todos, estabilidad económica para las familias, y mucho más. Alimentemos la esperanza de que es posible construir un futuro justo, en donde todo eso y más esté garantizado, sin ningún cuestionamiento; alimentémosla a través de nuestra propia determinación para lograrlo. Comprometámonos a transitar hacia ese futuro en cada una de nuestras decisiones, desde nuestra cotidianidad y a través de la organización social, para convertirlo ya en una exigencia que no puede esperar más para materializarse.


 

Fotografía de Mariana Abreu Olvera

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