Andrea De San Jorge
Hay algo que me llama en la montaña, en la cueva y en el fondo del mar. La voz de la naturaleza, el aroma de lo desconocido que implora ser descubierto por quien lo pueda oler. Hay una energía peculiar, casi mágica, que se activa cuando me sumerjo en el agua, me arrastro en el húmedo y oscuro corazón del sustrato, o me dejo guiar por la pendiente cuesta arriba del volcán. Ese sentimiento ha vivido latente en mí desde que tengo memoria. Recuerdo mi infancia y los días de playa, en los que mi mamá se atormentaba por mi impulso acuático de ir siempre a lo más hondo, de abrir los ojos en el salado e inmenso Atlántico y de dejar que la corriente jugara sin piedad con mi cuerpo de niña. Mi corazón se vuelve mariposa tan solo con pensar en la primera vez que visité las Grutas de García, en la Huasteca de Nuevo León, y descubrí entre las grietas a ese dios que, me habían dicho, estaba en el Cielo.
Durante muchos años, ese llamado permaneció flotando, habitando en mi sangre y creciendo con cada acercamiento a la naturaleza. No crecí en una casa de exploradores. Más bien, crecí en un hogar cuidadoso, incluso temeroso, de todo eso que me enchina la piel y me dilata las pupilas. Por eso, hasta hace muy poco cometí la osadía de seguir mis impulsos más profundos y adentrarme en el maravilloso y gigante universo del montañismo y la exploración. El primer paso lo di durante la universidad. Estudiar Geografía me abrió las puertas a lugares cuya existencia ni siquiera imaginaba, a mirar mi entorno con otros ojos y a arraigarme a la naturaleza con raíces fuertes y profundas.
Años después, un recorrido por los Alpes austriacos cambió mi vida y me enseñó que mis pies pueden llevarme a donde yo quiera y que el cansancio físico es el mejor estímulo para seguir caminando, subiendo, bajando. Cuando comienzo a caminar, a escalar o a jumarear, mi corazón se acelera y se corta mi respiración. Jadeo, sudo, me duele; cada movimiento pesa. Al contrario, cuando estoy a punto de saltar de espaldas al vacío, sujetada por una cuerda que es mucho más fuerte de lo que aparenta, cuando entro a una cueva oscura en la que el tiempo no existe o cuando veo el azul turbio del océano, mi corazón se detiene un momento, mis órganos se contraen e intentan salirse por mi boca seca. Ambas sensaciones son verdaderamente incómodas, apabullantes y aterradoras. Pero superar esa incomodidad, es alcanzar la Gloria.
Para mí no se trata del destino, de lograr terminar una ruta o de hacer cima. Se trata del camino, de la fatiga, del calor corporal y de refrescarme con el viento, de seguir aunque ya no quiera, porque sé que mi vida depende de ello. Más que el amor, el sexo, el arte o el conocimiento, lo que me satisface y me impulsa es esa combinación excitante entre dolor, adrenalina y paz, producto de ponerme en contacto con la naturaleza y el peligro.
He de confesar que no soy ninguna experta y que he hecho mucho menos de lo que me gustaría. En parte, porque me ha costado despojarme de la idea de que mi cuerpo no es capaz de lograr eso que mi mente imagina; en parte porque la pandemia me ha orillado a poner en pausa algunas actividades que no se pueden hacer en soledad. Y sobre todo, porque me ha detenido el miedo. El miedo que ocasiona la certeza de haber hallado eso que te llena el espíritu más que cualquier otra cosa en la vida. Puede resultar curioso y hasta incongruente tenerle miedo a lo que más alegría te da. Sin embargo, la alegría no viene sola. Junto con ella, hay conmoción, vulnerabilidad, sinceridad y confrontación. Es algo que te saca de tu zona de confort y te enfrenta contigo misma, tal cual eres, sin máscaras y sin clemencia. Y eso es aterrador.
Fotografía de la autora.
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